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las mujeres, no estaba enamorado. A pesar de la violencia de su lenguaje y de sus acusaciones implacables, en la ciudad era bastante querido; para hablar de él empleaban el diminutivo cariñoso: Vania. Su natural bondad, su solicitud, su pureza moral, así como su traje usado, sus desgracias familiares y su condición enfermiza, ganaban al pobre joven el afecto y la compasión de los vecinos. Además, era muy ilustrado, muy leído, y con reputación de diccionario enciclopédico en dos pies.

Su distracción favorita era la lectura. Ya en su casa, ya en el club, se pasaba las horas largas hojeando libros y revistas. En sólo la expresión de su cara se adivinaba al lector ávido, que lee como el borracho bebe o como devora el hambriento, tragando todo sin masticar. Se arrojaba con ansia sobre todo impreso, aun sobre los periódicos del año pasado y los calendarios antiguos. La lectura habla llegado a ser para él un hábito enfermizo, casi una anomalía.

En su casa, por la noche, solía leer en la cama hasta el amanecer.


III


Una mañana de otoño, con el cuello del gabán levantado, se dirigía por las calles fangosas a casa de algún vecino a quien tenía que prestarle algún servicio. Iba de mal humor, como, por lo demás, solía estar siempre por la mañana. En cierta callejuela se