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cualquiera de sus camaradas, se le queda mirando muy fijamente y parece querer decirle algo muy grave; pero, como si de antemano supiera que no le han de hacer caso, sacude nerviosamente la cabeza, y continúa sus paseos a lo largo de la estancia. Pronto el deseo de comunicarse domina en él todas las consideraciones, y, entonces, sin poderse- contener, se suelta hablando con abundancia y pasión. Habla de un modo desordenado, febril, como se habla en sueños, casi siempre es incomprensible; pero en su palabra, en su voz, se descubre un natural lleno de bondad. De sólo oírle, queda uno convencido de que aquel loco es un hombre honrado, un alma superior: habla de la cobardía de los hombres, de la violencia que sofoca a la verdad, de la vida ideal y hermosa que un día habrá de reinar sobre la tierra, de las rejas de las ventanas que se oponen a la libertad humana y parecen recordar la barbarie y la crueldad, de las cárceles.

II


Hará unos doce o quince años, en aquella misma ciudad, en la calle principal de ella, vivía un funcionario público llamado Gromov, hombre de posición muy holgada y casi rico. Tenía dos hijos: Sergio e Iván. El primero murió de tisis cuando estaba haciendo sus estudios universitarios. Y desde entonces,