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antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.

El que está junto a la puerta es alto, flaco, de bigotes rojizos y ojos sanguinolentos, como los ojos irritados de un hombre que llorara constantemente. La frente en la mano, ahí se está sentado en la cama sin apartar los ojos de un punto. Día y noche entregado a la melancolía, mueve la cabeza, suspira, sonríe a veces con amargura. Casi nunca interviene en las conversaciones, ni contesta cuando le preguntan algo. Come y bebe de un modo completamente automático todo lo que le sirven. Su tos lastimosa y agotadora, su extremeda flacura, sus pómu-