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quina de escribir es vergonzoso y humillante para un hombre de mi edad. Y en nada de eso hay ni una chispa del fuego sagrado de que me habla usted.

—No obstante, es un trabajo intelectual—contestó mi padre—. ¡Pero basta! Pongámosle fin a esta conversación. Sólo he de advertirte que, si no sigues asistiendo a la oficina y te empeñas en obrar conforme a tus inclinaciones despreciables, yo y mi hija te privaremos de nuestro afecto. ¡Y te desheredaré, te lo juro!

Con completa sinceridad, para probarle la pureza de mis intenciones, en las que quería inspirarme toda la vida, repliqué:

—La cuestión de la herencia no tiene para mí ninguna importancia. Renuncio de antemano a mi patrimonio.

Sin que yo lo esperase, tales palabras ofendieron mucho a mi padre. Se puso rojo como la grana.

—¿Te atreves a hablarme así, imbécil?—gritó con voz chillona—. ¡Canalla!

Y me dio un par de bofetadas.

—¡Eres un insolente! En mi niñez, cuando mi padre me pegaba, yo debía permanecer derecho ante él, inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, mirándole de frente. Ya hombre, si alguna vez me sacudía el polvo, el respeto y el hábito me compelían a adoptar la misma postura y a mirarle del mismo modo. Aunque había envejecido, sus múscu-