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el cólera se ensañaba en nuestra ciudad, hacía una propaganda encarnizada contra los doctores, asegurando que ellos provocaban la epidemia para ganar más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y por eso fué azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza, Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo. Cada vez que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:

—¡Pobre desgraciado! Eres un hombre perdido...

Toda la semana estoy ocupado mañana y tarde. Los días de fiesta, si el tiempo es bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita—mi hermana esperaba un niño, pero fué una niña lo que nació—y me encamino lentamente al cementerio. En él permanezco mucho tiempo contemplando la tumba querida y diciéndole a mi pequeñita que allí yace su madre.

Alguna vez encuentro junto a la tumba a Ana Blagovo. Nos saludamos. Unas veces permanecemos silenciosos, otras hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la vida. Después salimos juntos del cementerio, caminando de nuevo en silencio. Ella marcha despacio para permanecer más tiempo a mi lado. La pequeñita, feliz, alegre, guiñando los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a la pequeña.