rios; pero muy débil aún, no tenía fuerzas para cumpuir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo quien le reemplazaba: yo visitaba a los habitantes para pedir trabajo, contrataba los obreros, tomaba dinero a préstamo, pagando crecidos intereses. Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un trabajo de escasa importancia.
Se es fino conmigo, no se me tutea ya; en las casas donde trabajo me dan te y se me invita a comer. Los niños y las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y con tristeza.
En una ocasión trabajé en el jardín del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el Jardín, entró en el quiosco, y para distraerse comenzó a hablar conmigo. Le recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una o:
—No me acuerdo.
He envejecido, me he vuelto taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.
María Victorovna, mi antigua mujer, vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el este de Rusia, donde construye