embargo, las has pisoteado. No has querido seguir mis consejos. Nada quisiste escuchar, y sigues con tus locas ideas. No contento con esto, has lanzado sobre el mismo camino peligroso a tu pobre hermana. Gracias a ti ha perdido toda idea de moralidad y de honestidad. Ahora llegó el castigo. Ambos os encontráis en peligrosa situación. ¡Qué le vamos a hacer! Se recoge aquello que se siembra.
Mientras hablaba seguía paseando con paso lento a través del gabinete. Creía, sin duda, que yo había ido para pedirle perdón por mi hermana y por mí, reconociendo que habíamos cometido faltas. Esperaba ruegos, súplicas.
Yo sentía frío, y temblaba de pies a cabeza, como si sufriera fiebre. Con voz débil y serena le contesté:
—Yo también le ruego recuerde que aquí mismo, en este lugar, le supliqué me comprendiera, que comprendiera mis ideas y proyectos, porque nosotros podíamos decidir juntos el modo de ordenar la vida. Por toda respuesta, usted comenzó a hablar de nuestros antepasados, de su abuelo el poeta, etc. Ahora, cuando le anuncio que su hija única está gravemente enferma, en situación desesperada, usted vuelve a hablar de sus antepasados, de las gloriosas tradiciones. Es inconcebible esa ligereza en un hombre ya viejo.
—¿Por qué has venido?—me preguntó colérico, probablemente herido por el reproche de ligereza.
—No lo sé. Yo le quiero. Lamento hondamente