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ros, algo, en suma, muy feo, trivial, insignificante. Desde el sitio donde yo me había detenido pude ver muy bien el dibujo.

Cuando hube visto el rostro flaco de mi padre y su cuello amoratado, sentí por un momento el deseo de echarme ante él suplicándole perdón, como me lo había recomendado Aksinia; pero la vista de aquella pobre casa de campo con su torre repugnante me contuvo.

—¡Buenas noches!—dije.

Me miró un momento; pero bajó en seguida los ojos al dibujo.

—¿Qué necesitas?—preguntó, después de un breve silencio.

—He venido para decir a usted que mi hermana está muy enferma...

Esperé un instante, y continué:

—Está en trance de muerte.

—¡Bueno, qué le vamos a hacer!—suspiró mi padre, quitándose los lentes y dejándolos sobre la mesa—. Se recoge aquello que se siembra.

Se levantó, dio algunos pasos por la habitación, y repitió:

—Sí, se recoge aquello que se siembra. Acuérdate cómo hace dos años, cuando viniste a verme, te supliqué, en este mismo lugar, renunciases a tus locas ideas; recuerda mis súplicas encaminadas a que no olvidaras tus deberes y velaras por el honor de nuestra familia y las glorioss tradiciones legadas por nuestros antepasados. Nuestro deber es guardar esas tradiciones, y, sin