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—¡Bravo, estoy contento de ti!—le dijo cogiendo el vaso vacío—. No es preciso que hables tanto. Desde hace poco tiempo charlas como una urraca. ¡Cállate, te lo ruego!

Ella se echó a reír.

Luego, el doctor entró en él cuarto de Nabó, cerca del que me encontraba, dándome cariñosamente en el hombro.

—Bueno, muchacho, ¿cómo va?—preguntó, inclinándose sobre el enfermo.

—¡Todos estamos en la mano de Dios, señor doctor! Todos hemos de morir el día menos pensado. Y permítame usted que le diga, señor doctor: usted no entrará en el reino de los cielos;, el infierno estaría vacío. Es preciso que haya pecadores también...

Minutos después, el doctor y yo nos hallábamos en la calle.

—¡Es doloroso, muy doloroso!—me dijo.

Observé que estaba muy acongojado y que las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Está alegre, gozosa—continuó—; ríe, espera, y, sin embargo—no quiero ocultárselo—, su situación es desesperada, amigo mío. Sí, desesperada. Nabó me odia y me ha hecho comprender que yo obré respecto a su hermana de un modo poco honrado. Desde su punto de vista, tal vez tenga razón; pero yo tengo un concepto propio del bien y del mal y no me arrepiento de nada que haya hecho. Cada uno tiene derecho al amor, ¿no es cierto? Sin el amor, la vida sería imposible, y sólo los