casa de su padre. Se disponía a regresar a Petersburgo. Trabajaba mucho, se ocupaba en estudios científicos y había decidido marchar al extranjero para prepararse al profesorado. Dejó su servicio del regimiento, y en lugar del uniforme militar llevaba amplio gabán, anchos pantalones y bellas corbatas. Venía con frecuencia a visitarnos.
Mi hermana estaba encantada de sus trajes, de sus corbatas y alfileres y de un pañuelo pequeño encarnado que llevaba en el bolsillito de su gabán.
En una ocasión, para distraernos, mi hermana y yo nos pusimos a enumerar sus trajes y contamos una decena.
Era evidente que seguía enamorado de mi hermana, y, sin embargo, jamás le había prometido, ni por galantería, llevarla con él a Petersburgo o al extranjero. Yo no podía imaginar qué sería de ella ni del niño que iba a nacer.
Ella no se daba exacta cuenta de su situación. No pensaba seriamente en el porvenir; decía que Vladimiro podía ir donde quisiera, incluso abandonarla, con tal que fuera dichoso; ella se contentaba con la felicidad que él doctor le había dado ya.
De ordinario, cuando él venía a nuestra casa, la examinaba detenidamente desde el punto de vista médico, y le hacía beber leche caliente con unas gotas medicinales.
Aquel día hizo igual. La reconoció y la obligó a beber una cosa.