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Se acostó. Las lágrimas brillaban en sus ojos; pero su rostro conservaba la expresión de felicidad. Se durmió, y su sueño fué profundo y se adivinaba que sentía, en efecto, un gran consuelo. Hacía mucho tiempo que no tenía un sueño tan tranquilo.

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A partir de este día vivimos juntos. Mi hermana estaba alegre, gozosa, cantaba a todas horas y aseguraba que se encontraba bien. Los libros que yo llevaba de la biblioteca no los leía; empleaba el tiempo en soñar y hablar del porvenir. Arreglando mi ropa o ayudando a nuestra vieja nodriza a hacer la cocina, hablaba sin cesar de Vladimiro, de su inteligencia, de su extraordinaria erudición. Yo fingía compartir su opinión sobre el doctor; pero, en el fondo de mi corazón, no le amaba.

Ella decía que quería trabajar, crearse una posición económica independiente. Había decidido, cuando su salud se lo permitiera, hacerse maestra de escuela o enfermera.

Amaba apasionadamente al hijo que esperaba. Aun no había nacido; pero ella sabía ya qué ojos, qué manos tendría y cómo se reiría. Le gustaba hablar de su educación: y como Vladimiro era para ella el mejor de los hombres, sólo tenía un deseo: que su hijo fuese el vivo retrato de su padre. De este asunto hablaba sin cesar, y sus conversaciones la animaban, la llenaban de ale-