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parte de mi padre, de los conocidos, del primero que pasara! ¡Eran muy crueles en la ciudad! No se conocía la piedad. Recuerdo gentes que hacían, con cierto deleite, sufrir a los suyos: maridos que torturaban a sus mujeres, chicuelos que martirizaban los perros y arrancaban una a una las plumas a los gorriones vivos, que después echaban al agua. Sí, eran muy crueles nuestros paisanos. Desde mi infancia tuve ocasión de observar numerosos sufrimientos inútiles causados por la maldad de las gentes. No podía comprender cuál era la base moral de la vida de aquellos sesenta mil habitantes; me preguntaba para qué leerían el Evangelio, rezaban, frecuentaban la iglesia, leían periódicos y libros. ¿Qué influencia había tenido en ellos todo lo que había producido la cultura? ¡Ninguna! Vivían en la misma obscuridad de alma, de la misma manera casi bárbara que hace cien o trescientos años. De generación en generación se les hablaba de la verdad, de la misericordia, de la libertad; pero esto no les impedía mentir hasta la muerte, desde la mañana a la noche, martirizarse los unos a los otros y odiar la libertad con tanta furia como si fuese su peor enemigo.

—¡Mi suerte, pues, está decidida!— dijo mi hermana cuando ya nos hallábamos en mi casa—. Después de lo que acaba de pasar, yo no puedo volver allá. ¡Dios mío, me siento tan dichosa! Me siento tan aliviada como si me hubieran quitado de encima un gran peso.