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Caminábamos muy de prisa, siguiendo las callejuelas obscuras, esquivando a las gentes que venían a nuestro encuentro. Nuestra marcha parecía huida.

Ella no lloraba ya, y sus ojos secos miraban tristemente. Hasta el arrabal Makarija, donde yo la llevaba, sólo había veinte minutos de camino a pie; pero durante este corto trayecto hablamos de todo, evocamos los recuerdos de nuestro pasado, deliberamos y tomamos decisiones en lo concerniente a nuestra situación actual.

Decidimos que no podíamos permanecer más en la ciudad y que en cuanto yo obtuviera algún dinero marcharíamos a otro sitio cualquiera.

En la mayor parte de las casas se dormía ya, y las luces estaban apagadas; en otras se jugaba a la baraja. Todas aquellas casas nos inspiraban pena y temor; hablábamos del salvajismo, de la grosería y de la ruindad de aquellas gentes, de aquellos aficionados al arte dramático a quienes acabábamos de asustar de tal manera. Yo me preguntaba en qué eran superiores aquellas gentes estúpidas, crueles, perezosas, deshonestas, que vivían como parásitos, a los "mujicks" de Kurilovka, borrachos y supersticiosos, o a los animales que se espantan ante todo lo que turba la monotonía de su vida limitada por los instintos de bestias.

Me imaginaba los sufrimientos que habría padecido mi hermana de seguir en casa de mi padre. ¡Qué larga serie de martirios y humillaciones por