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paso rápido y agitado, la señora Aohoguin, con una blusita de mangas cortas, manchada de ceniza, delgada y derecha como una tabla.

—¡Es horrible, amigo mío!—me dijo retorciéndose las manos y mirándome, según su costumbre, a los ojos—. ¡Es terrible! Su hermana está en una situación... ¡Está embarazada! ¡Llévesela, se lo ruego!

Estaba tan turbada, que casi se ahogaba.

Algo separadas, permanecían sus tres hijas, delgadas y rectas como ella, apretadas una con otra, pintado en sus rostros el terror. Diríase que acababan de detener en su casa a un terrible criminal y que su casa estaba deshonrada para toda la vida.

¡Y pensar que esta familia había luchado toda su vida contra los prejuicios! Estos infelices creían candorosamente que todos los prejuicios y errores de la humanidad sólo consisten en las tres bujías, en la fecha 13 y en el martes...

—¡Le ruego a usted, le suplico!—repetía sin cesar la señora Achoguin, mirándome con la expresión de una mujer agobiada por horrible desgracia—. ¡Le suplico se lleve de aquí a su hermana!...


XVIII


Minutos después, mi hermana y yo caminábamos por la calle. Yo la cubría con un extremo de mi gabán para protegerla mejor contra el frío.