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—¡Quería matarme!—gimió—. Intentaba robarle a su madre y le he sorprendido cuando se dirija, en la obscuridad, a la cómoda de la señora. Quiero encerrarle en el pabellón.

Iván Cheprakov estaba borracho, y no me reconoció.

Volví a casa. Mi mujer se había vestido.

Le conté lo que había pasado. No le oculté que había abofeteado a Moisey.

—¡Es peligroso vivir en el campo!—dijo—. ¡Qué noche más larga!

—¡Socorro!—se oyó gritar de nuevo.

—Voy otra vez a separarlos.

—No, no vale la pena—me contestó Macha—. Que se maten.

Clavó los ojos en el techo y prestó oído a los ruidos exteriores. Yo, sentado junto a la cama, no pronunciaba una palabra. Me sentía culpable, como si por mi causa hubieran pedido socorro y fuera la noche tan larga.

Ambos guardábamos silencio. Yo esperaba con impaciencia la mañana.

Macha miraba al techo pensativamente. Se preguntaba, acaso, cómo había podido, con su inteligencia, su educación y su elegancia, ir a parar a aquel odioso rincón provinciano, poblado por seres mezquinos y vulgares, cómo, había podido enamorarse de uno de esos seres y ser durante seis meses su esposa.

Sospechaba yo que ya no establecía diferencia alguna entre Moisey, Iván Cheprakov y mi pro-