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Las miradas que Macha dirigía a la escuela no tardé en percatarme de que eran miradas de adiós.
Aquella tarde, Macha hizo sus preparativos para un viaje a la ciudad.
Desde hacía algún tiempo, Macha iba con mucha frecuencia a la ciudad, y algunas veces pasaba allí la noche. En su ausencia, yo no tenía fuerzas para trabajar; mis brazos se debilitaban y no podía hacer nada. El gran patio me parecía un lugar odioso, abominable; el jardín, en el que murmuraba el ramaje de la arboleda, se diría que lloraba los bellos días pasados; todo en torno se me antojaba hostil, extraño, no perteneciente ya a nosotros.
No salía de casa, y me pasaba horas enteras ante la mesa de Macha o ante su pequeña biblioteca de agricultura. Los pobres libros que ella había amado tanto yacían ahora abandonados y parecían mirarme con tristeza.
Durante horas y horas, de la mañana a la noche, contemplaba las diferentes prendas de Macha: sus guantes viejos, su pluma, sus tijeritas. Vela deslizarse el tiempo en una ociosidad absoluta y me daba cuenta de que si había trabajado hasta entonces, si había labrado, segado, derribado árboles, sólo habla sido por ella, por serle agradable. Si me hubiera mandado que trabajase