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Sólo él dota al hombre de alas, le levanta sobre la tierra y le lleva muy lejos. Quien está cansado de ver en torno suyo la suciedad cotidiana y las preocupaciones mezquinas, quien se siente ofendido, indignado por la prosa de la vida, puede hallar el reposo y la satisfacción en el arte, en lo bello...

Llegábamos ya a Kurilovka.

El tiempo era hermoso y alegre. Por todas partes se veían campesinos aventando el trigo. Tras los setos de los jardines gualdeaban las hojas aún no desprendidas de los árboles. Las campanas de la iglesia sonaban solemnes en la aúrea paz de la mañana.

Grupos de campesinos se dirigían, llevando iconos, a la iglesia, en cuyo interior sonaba un dulce rumor de cantos religiosos. En la clara limpidez del aire volaban palomas.

Se nos esperaba. La escuela no tardó en llenarse de gente. Se celebró una misa en el salón de estudio. Los campesinos de Kurilovka le regalaron a Macha un icono, y los de Dubechnia, un gran pastel y un salero dorado. Macha, conmovida, se echó a llorar.

—¡Si hemos pronuciado alguna vez una mala palabra, perdonadnos!—le dijo un anciano, saludándonos a los dos muy humildemente.

Cuando regresábamos a casa, Macha volvía a cada instante la cabeza para ver la escuela. El tejado verde, que había pintado yo mismo, brillaba al sol y se divisaba a gran distancia.