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ya las tinieblas, vi a mi hermana no lejos de un viejo manzano, paseándose sin ruido como un espectro; vestía de negro, andaba y desandaba nerviosamente un corto trecho, con los ojos bajos, y parecía sumida en una honda preocupación. Como cayese una manzana del árbol cercano, se estremeció al oír el ruido, se detuvo y se oprimió con ambas manos la cabeza, con un ademán doloroso.
Me acerqué a ella.
Una gran ternura había invadido de repente mi corazón. No sé por qué me acordé en aquel momento de nuestra pobre madre, de nuestra niñez, y se me arrasaron los ojos en lágrimas.
Abracé a mi hermana, la besé y la estreché contra mi pecho.
—¿Qué te pasa?—le pregunté—. Veo que sufres. Hace mucho tiempo que lo veo. Dime le que te pasa.
—¡Tengo miedo!—contestó, temblando de pies a cabeza.
—¿Pero de qué? ¿Qué ocurre? ¡Te ruego que no me ocultes nada!
—Bueno, te lo diré todo, toda la verdad. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte. ¡Sufría tanto callando!...
Enmudeció un instante, como para hacer un acopio de fuerzas, y continuó, en voz queda:
—Misail... Yo amo... Sí, amo; pero ¿por qué el terror invade mi alma?
En aquel momento se oyó ruido de pasos. En-