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— Acaso tenga usted razón—respondía mi hermana—. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo remediado. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.

Por la noche, tras un día de duro trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilovka para vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la noche.

Sólo dedicaba al hogar los días de fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me comunicaba todos sus pensamientos.

Era evidente que su irritación contra los campesinos crecía de día en día y que la vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderos pensamientos. Le gustaba más hablar con el doctor que conmigo,