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ta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para "vodka", les prometía concederles cuanto me pedían, y hacía otras mil estupideces.

Las lluvias, que parecían interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo estaba sereno, sin una sola nube. Todo en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación de la escuela, de los reproches y las lamentaciones del ingeniero.

Algunas tardes me paseaba con Macha, en un cochecito, por el campo, para ver cómo iban los trigos. Siempre guiaba ella. Llevaba los hombros un poco levantados y el viento agitaba sus cabellos.

—¡Apártese!—gritaba cuando venía otro carruaje en dirección contraria al nuestro.

Había en aquel grito un no sé qué verdaderamente cocheril.

—Imitas muy bien a los cocheros—le dije un día.

—No es extraño—repuso—. Mi abuelo, el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?

Se volvió a mí, y con el orgullo de un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de