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ba que caía sobre mi corazón como plomo derretido, y sentía impulsos de arrodillarme a los pies de Macha y pedirle perdón de que hiciera mal tiempo. Cuando los campesinos escandalizaban en el patio, también me sentía culpable ante Macha. Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración. Macha me parecía irreprochable, ideal. Cuanto hacía me entusiasmaba, lo consideraba admirable.

Y, en efecto, era una mujer como hay pocas. Dotada de aptitudes para un trabajo tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus conocimientos y los consejos que nos daba, muy útiles siempre. Por añadidura, tenía un corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que sólo poseen las personas de una educación refinada.

Y aquella mujer se veía forzada a vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera, rencillosa y mezquina. ¡Cómo debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba las noches casi en vela, entregado a mis tristes pensamientos, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.

Iba con frecuencia a la ciudad y le compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar poco nuestro "menú" pescaba en el río, con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia, calándome has-