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Tras largas negociaciones, los campesinos al fin consintieron en cedemos el terreno necesario para la construcción de la escuela y se comprometieron a llevar de la ciudad, utilizando para ello sus caballerías, todos los materiales de construcción.

Algún tiempo después, los campesinos de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el sol y no volvieron hasta las altas horas de la noche. Todos venían borrachos, y, según decían, rendidos.

El tiempo era lluvioso y frío. Los caminos, llenos de barro, estaban impracticables. Los campesinos, al volver de la ciudad, acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.

—Para descansar un poco—decían.

¡Aquello era un horror! No lo olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo, patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludarse. Luego aparecía una viga de diez metros, mojada, escurridiza; junto al carro avanzaba el campesino, sin mirar dónde ponía los pies, andando por los charcos lo mismo que por un pavimento. Luego aparecía otro carro con tablones, luego otro con postes... Poco a poco el patio se iba atestando de caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas, arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas a nuestras ven-