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Por primera vez, después de nuestra boda, sentía una profunda tristeza. Mi cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos melancólicos. "Quizás—decía yo mentalmente—mi vida no es lo que debe ser." Una apatía honda se apoderó de mí. No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné volver a casa.

Allí encontré al padre de Macha. Llevaba un impermeable con capuchón. De pie en medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:

—¿Dónde están los muebles? Había un hermoso mobiliario estilo Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo que había dentro, qué diablo!

Junto a él, con la gorra en la mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.

—Su excelencia compró la casa sin muebles—contestó tímidamente—. Lo recuerdo bien.

—¡Cállate, canalla!—le gritó el ingeniero, rojo de ira.

El eco repitió el grito en el jardín.

Cuando yo estaba haciendo algo en el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes, cruzadas las manos atrás. Su contemplación me irritaba tanto que dejaba el trabajo y me iba.

Stepan nos había dicho que Moisey era el amante de la generala Cheprakov. Yo había notado que