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Mi mujer, con una corta pelliza y unos chanclos, venia al molino dos veces al día y decía:

—¡Vaya un verano! Es peor que el otoño.

Tomábamos te, hacíamos gachas y permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase la lluvia. Una noche que Stepan había ido al mercado, Macha durmió en el molino.

Cuando nos levantamos no era fácil averiguar la hora que era, pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en Dubechnia. Era aún muy temprano.

Nos dirigimos al estanque y sacamos la red que había puesto Stepan la víspera. Había en ella una merluza y un cangrejo.

—Suéltalos—me dijo Macha—. Que ellos también sean felices.

Como habíamos madrugado tanto y no teníamos nada que hacer, aquel día me pareció muy largo, el más largo de toda mi vida.

Por la noche volvió Stepan y yo regresé a casa.

—Tu padre ha estado a vernos—me dijo Macha.

—¿Dónde está?

—Se ha marchado. No le he recibido.

Viendo que yo me puse triste, añadió:

—Hay que ser consecuente. Tu padre te ha maltratado tanto que no quiero tener con él nada de común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste más en venir a vernos.

Momentos después me encaminaba a la ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía frío.