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miles de años, a la de la gente que aun no sabía servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban en rebaños la aldea, aturdiéndome y salpicándome de barro, me parecían también un símbolo de aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.

No, no me gustaba la agricultura, ni la vida del campo tampoco. Sobre todo cuando hacía mal tiempo, cuando densas nubes gravitaban sobre la tierra sombría, el campo se me caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas. Al trabajo en el campo prefería el trabajo doméstico. Encontraba un placer singular en la pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.

No lejos de la casa había un molino que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y, atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.

Nos lo tenía alquilado un campesino de la aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino era exclusivamente por no vivir en su casa.

Era taciturno y poco sociable. Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta del molino. De vez en cuando iban a verle su mujer y su suegra, ambas suaves, corteses, blancas. Le saludaban muy humildes, le trataban de usted y le llamaban Stepan Petrovich. El