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ba con llave la puerta que daba a las habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos inspirase temor.

Me levantaba muy temprano, al salir el sol, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches, arreglaba las sendas del jardín, azadonaba los bancales, pintaba el tejado de la casa.

Cuando llegó la época de la siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron heroicos. Me fatigaba enormemente, sobre todo cuando llovía o hacía viento. Me dolían la cabeza y los pies. Hasta durante el sueño me atormentaba la visión de los campos labrados.

Los trabajos agrícolas no me gustaban. No conocía la agricultura y no le tenía ninguna afición, debido, sin duda, a mi origen; pues mis ascendientes nunca fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.

Amaba tiernamente la Naturaleza, me placía contemplar los campos, las praderas, los bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba y venía por la tierra negara y lodosa; cuando contemplaba al pobre labrador cubierto de barro, harapiento, más desgraciado aún que su caballería, ambos me parecían la encarnación de la fuerza primitiva, brutal, sin belleza, sin atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el campo, lejos de los grandes centros de población, la vida tiene no poco de salvaje, se asemeja mucho a la de hace