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era delicioso andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me decía: "¿Qué comentarios hará la gente que me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?" Mi vida, de pronto, se había tornado harto más complicada. Yo no la dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo de un globo impelido por el viento no se sabe adónde. No pensaba ya en la manera de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en un dulce letargo.

Casi siempre Macha venía en coche. Me sentaba a su lado y nos dirigíamos juntos a Dubechnia, libres, alegres.

A veces la esperaba en vano: no venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado, sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.

—He venido en tren—me decía María Victorovna—. Desde la estación he venido andando.

Vestida con suma sencillez, tocada con un pañolito, con una modesta sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de muchacha de pueblo.