—¡Hay que acabar lo más pronto posible!—casi grité en el silencio de la ciudad dormida.
Y, alzando los ojos al cielo, juré solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.
A la noche siguiente no fui a verlos.
Muy tarde ya, pasé por la calle de la Nobleza. Estaba obscuro y llovía. La casa de Achoguin se hallaba sumida en el sueño; en una sola ventana, la de la señora Achoguin, situada al extremo de la fachada, se veía luz. La señora Achoguin, sin duda, estaría bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar el desprecio que le inspiraban las supersticiones. En nuestra casa no se veía luz alguna. La de Dolchikov, frontera a la nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada, aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.
Seguí andando a lo largo de la calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club. Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a mi padre ir y venir por el salón. Hablaba frotándose las manos; mi hermana, sentada en una butaca, permanecía inmóvil y muda. Seguramente no le escuchaba, absorta en sus cavilaciones.
No tardaron en retirarse, y la luz se apagó.
Miré a la casa del ingeniero: también estaba sumida en las tinieblas. Solo, en la noche negra,