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a su casa, y me deleitaba recordando su risa, su voz... Antes de ir a verla permanecía largo rato de pie ante un pedacito de espejo, procurando hacerme lo más primorosamente que podía el lazo de la corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla, con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se me antojaban todas, hasta las más lindas, vulgares, mal vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me enorgullecía como si la hija del ingeniero me perteneciese. Rara era la noche que no la soñaba...

Una noche salí de su casa asqueado de mí mismo. Aunque el ingeniero seguía estando muy amable y me había hecho compartir con él una enorme langosta, en su amabilidad, en la familiaridad con que me trataba, yo advertía, hacía algún tiempo, algo ofensivo para mí.

Camino de mi posada, decidí poner fin a aquella situación humillante. "En esa casa—pensé—se me acaricia como se acaricia a un pobre perro perdido. Ahora los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la calle."