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pores, cuando viajan en ellos personas de buen humor. Todos, mas ó menos, se rieron de Lindoro, de las sandeces que decia, queriendo hacerlas pasar por gracias de buena ley, de su traje, de sus modales afectados, y sobre todo de su voz de tiple, que la convertia en un ente completamente ridículo.

Un hombre de campo que habia estado mirándolo mientras duró la comida, sin desplegar los labios. acercándose á uno de sus compañeros le dijo al oido:

Mirá, ché — Este es una de los mocitos de Buenos Aires, de esos que llaman jilifes. ¿Qué te parece?

— Qué me ha á parecer! ¡Que la facha está gritando que no sirve nada!

Por lo comun, cuando una persona del campo ve á uno de esos almibarados mozalbetes, exclama:

— Este es de Buenos Aires!

Porque se tiene la idea de que solo en esta capital se cuecen habas, y de que esos tipos híbridos que andan paseando á la luz del sol su ridiculez, su ignorancia, y lo que es mas, su pedanteria, son frutos indígenas de la ciudad bañada por el Río de la Plata.

A las siete de la mañana del siguiente dia llegó