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el alma se le desgarraba. Sus lágrimas corrian de nuevo. Dolores se acercó á ella.

— No llore Vd., niña, dijo.

Pero luego comprendió que todo consuelo era vano y no añadió una sola palabra. A los golpes del martillo que clavaba el ataud, don Miguel pareció despertar. Levantóse de su silla y comenzó á pasearse por la habitacion, pero luego tuvo que volver á sentarse; tropezaba en los muebles y se golpeaba en ellos. Por un instante habíase olvidado de que estaba ciego, pero la realidad volvió muy pronto.

Ernesto regresó.

— Dentro de media hora estarán aquí los carruages, dijo en voz baja.

Los cuatro hombres concluyeron la fúnebre tarea é iban á retirarse, pero el jóven los detuvo; era necesario que le ayudasen á poner el ataud en el coche; don Miguel no podia de ningun modo prestar su cooperacion, y á él solo le hubiese sido imposible hacerlo.

Quedaron, pues, en el patio, riendo y fumando con la mayor sangre fria, como si se tratase de una alegre fiesta. Sus palabras obcenas llegaban