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acompañado por el señor Luna, uno de los dueños de la casa de comercio de la cual era el principal dependiente, quien habia querido asistir á la boda. Esta vez pasó por Armando lo mismo que la anterior; pero como aquella, le detuvo el deseo de que fuera completa su venganza. Gonzalez le vió, y un estremecimiento involuntario recorrió sus miembros. Pero no hizo caso de Dupont y siguió adelante.

La hora señalada iba acercándose.

La impaciencia devoraba á Armando, que estaba decidido á todo.

Entre tanto, Manuela, en su aposento, se vestia ayudada por Dolores. Don Miguel, el señor Luna y Ernesto estaban en el cuarto de este último, esperando con no mucha calma el instante de dirigirse al templo.

— Va á ser Vd. muy feliz, y don Ernesto tambien, decia Dolores á Manuela.

— Oh! murmuraba ella, enrojecida de júbilo, mientras pensaba: «¡No creeria en mi dicha; me parece imposible que sea tan grande! ¡Bien sabia yo que mi madre no me abandonaria!. .. ¡Si estuviera ahora á mi lado! Ella, que amaba á