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Ana Karenine

galanaba, los cuales eran simplemente el marco de que se destacaba aquella figura, sencilla, natural y elegante.

Cuando Kitty llegó hasta el grupo en que Ana hablaba con el dueño de la casa, oyóla decir: « No, yo no tiraré la primera piedra, aunque no apruebe.»» Y al ver á Kitty, acogióla con una sonrisa cariñosa y protectora. Una rápida ojeada le bastó para juzgar del traje de la joven, é hizo una ligera señal de aprobación que Kitty comprendió al punto.

—Ha hecho usted su entrada bailando—la dijo.

— Me concederá usted una vuelta de vals, Ana Arcadievna?—preguntó Korsunsky inclinándose.

—Se conocían ustedes?—preguntó el dueño de la casa.

A quién no conocemos mi esposa y yo?—replicó Korsunsky; somos como el lobo blanco. ¿Accede usted, Ana?

—No bailo cuando me es posible dispensarme de ello.

—Esta noche no puede ser.

En aquel momento se acercó Wronsky.

—En ese caso, bailemos—contestó, cogiendo vivamente el brazo de Korsunsky, sin hacer aprecio del saludo de Wronsky.

«¿Por qué le tendrá mala voluntad?»—pensó Kitty, al observar que Ana se había abstenido intencionalmente de contestar al saludo de Wronsky.

Este último se acercó á Kitty para recordarle la primera contradanza, manifestando que sentía no haberla visto hacia algún tiempo. La joven contemplaba á Ana, que había comenzado á bailar, y admirábala, escuchando al mismo tiempo á Wronsky. Esperaba que éste la invitaría para el vals; pero como no dijese nada, le miró con aire de asombro.

Wronsky se ruborizó, é invitó á Kitty apresuradamente; mas apenas dieron los primeros pasos, la música cesó. La joven miró á su caballero, cuyo rostro estaba muy cerca del suyo...

Durante largo tiempo, muchos años después, no pudo recordar sin un sentimiento de vergüenza que laceraba su corazón, la mirada amorosa que había fijado en Wronsky y á la cual éste no contestó.

—¡Vals, vals! gritaba Korsunsky en el otro lado de la sala, apoderándose de la primera pareja que encontró, para ir á perderse con ella entre el torbellino de los danzantes.