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Ana Karenine

joven imberbe, de aquellos á quienes el anciano príncipe Cherbatzky llamaba pisaverdes, con chaleco en forma de corazón y corbata blanca, saludó á las dos damas al paso, y después acercóse á Kitty, solicitándo una contradanza. La primera estaba prometida á Wronsky, pero accedió á bailar la segunda con el joven. Un militar, que se abotonaba los guantes á la puerta del salón, pareció admirar la belleza de Kitty y retorcióse el bigote.

El traje, el tocado, y todos los preparativos necesarios para aquel baile habían sido asunto de muchas preocupaciones para Kitty; pero nadie lo hubiera sospechado al verla entrar, tanta era la sencillez y naturalidad con que lucía sus galas: sólo una rosa adornaba su linda cabeza. Kitty estaba realmente bella y satisfecha de sí misma; su vestido, sus zapatos y guantes le parecían bien; pero lo que más le agradaba era la estrecha cinta de terciopelo negro que hacia las veces de collar. Á su modo de ver, esto era lo más característico; tal vez se pudiese criticar todo lo demás, pero nunca aquella cinta. Los ojos de Kitty brillaban de contento, sus carmíneos labios sonreían involuntariamente, y, en fin, la joven tenía la persuasión de estar en aquel momento encantadora.

Apenas hubo entrado en el salón, y cuando estuvo cerca del grupo de damas cubiertas de tul, de flores y de cintas, que esperaban á los jóvenes bailarines, Kitty fué invitada para el primer vals por el principal caballero, según la jerarquía del baile, el célebre director de cotillones, el elegante Jorge Korsunsky, hombre ya casado. Acababa de separarse de la condesa Bonine, con la cual abrió el baile, y al ver á Kitty, dirigióse hacia ella con la desenvoltura especial que le era propia, y sin preguntarla si deseaba bailar, rodeó con su brazo el flexible talle de la joven.

—Bien ha hecho usted en venir temprano—dijo Korsunsky pues no comprendo eso de llegar á medio baile.

Kitty apoyó el brazo izquierdo en el hombro de su pareja, y sus graciosos pies, calzados con botinas de color de rosa, deslizáronse sobre la alfombra..

—Se descansa bailando con usted—dijo Korsunsky, disminuyendo un poco su rapidez antes de lanzarse en el torbellino del vals.— Qué ligereza, qué precisión; esto es delicioso!

Lo mismo decía Korsunsky á todas sus parejas.