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Ana Karenine

tad de la escalera, el joven levantó los ojos, y al verla, pintóse en su rostro una expresión de humildad y timidez.

Ana le saludó con un movimiento de cabeza, y pudo oir á Estéfano llamar á Wronsky ruidosamente, mientras que el joven rehusaba entrar.

Cuando Ana bajó con su álbum, Wronsky se había marchado ya, y Estéfano Arcadievitch estaba diciendo que sólo se había presentado para preguntar la hora de una comida que debía darse el día siguiente en honor de un ilustre viajero.

—Nunca quiere entrar—añadió Arcadievitch.—¡ Qué hombre tan extraño!

Kitty se ruborizó; creía ser la única que comprendiese porqué Wronsky rehusó penetrar en el salón.

«Habrá ido á casa—pensó—y no habiendo encontrado á nadie, ha supuesto sin duda que yo estaba aquí; seguramente no ha subido por hallarse aquí Ana, y porque es tarde.» Todos se miraron sin hablar, y examinóse el álbum de Ana.

Nada tenía de extraordinario que Wronsky se presentase á las nueve y media de la noche para hacer una pregunta á un amigo, rehusando entrar en el salón; pero todos quedaron sorprendidos, y Ana más que nadie, no pareciéndole aquello del todo bien.

XXII

Apenas comenzaba el baile cuando Kitty y su madre franquearon la escalera principal, brillantemente iluminada y llena de flores; en toda su longitud veíanse lacayos muy empolvados, con librea roja; y desde el vestíbulo, donde madre é hija se detuvieron para arreglar su traje y su tocado, oíase un rumor semejante al de una colmena; los músicos preparaban sus instrumentos para tocar el primer vals.

Un anciano de escasa estatura, que se atusaba su escaso cabello blanco ante un espejo, esparciendo á su alrededor penetrantes perfumes, miró á Kitty con admiración; habíala encontrado en la escalera, y se apartó para dejarla pasar. Un