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Ana Karenine

todo el dia; los niños corrían abandonados de una habitación á otra; el aya inglesa acababa de escribir á una amiga suya, encargando que le buscase casa, á consecuencia de una disputa con el ama de gobierno; el cocinero había salido sin permiso la víspera, precisamente á la hora de comer; y la cocinera y el cochero pedían su cuenta.

Tres días después de la cuestión promovida con su esposa, el príncipe Estéfano Arcadievitch Oblonsky Stiva, según se le llamaba en sociedad, despertó á su hora de costumbre, es decir, á las ocho de la mañana, no en su alcoba, sino en su despacho, en un diván de cuero; volvióse de otro lado, para continuar su sueño, rodeó la almohada con ambos brazos, apoyando en ella la mejilla, é incorporándose después de improviso, sentóse y abrió los ojos.

«Sí, sí, ¿cómo sucedía aquello? pensó, tratando de recordar lo que soñaba. ¿Cómo era? Sí, Alabina daba una comida en Darmstad; no, no, e a Darmstad no... Había algo americano; sí... Darmstad estaba en América; Alabina obsequiaba con un banquete en mesas de cristal, y estas cantaban «Il mio tesoro»; aún había algo mejor... unas botellitas que eran mujeres.»

Los ojos de Estéfano Arcadievitch brillaron de alegría, y díjose sonriendo: «Sí, era agradable, muy agradable; pero esto no se cuenta con palabras, ni se explica tampoco cuando se está despierto.» Y observando un rayo de luz que penetraba en la habitación, á través de la persiana, sentó los pies en tierra, y buscó como de costumbre sus zapatillas de marroquí bordado de oro, regalo de su esposa el día de su santo; y siempre bajo el imperio de una costumbre de nueve años, alargó el brazo sin levantarse, para tomar su bata del sitio en que solía estar colgada. Sólo entonces recordó cómo y por qué no estaba en su alcoba; la sonrisa desapareció de sus labios, y frunció el entrecejo. «¡Ah, ah!» murmuró, recordando lo que había pasado; y mentalmente representóse todos los detalles de la escena ocurrida con su esposa, y la situación excepcional en que se hallaba por su propia falta.

«No, ella no me perdonará ni puede perdonarme; y lo más terrible es que, á pesar de ser yo causa de todo, no soy, sin embargo culpable. He aquí el drama... ¡Ah, ah, ah!...» Y en su desesperación recordaba todas las impresiones penosas que le produjera aquella escena.