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Ana Karenine

XVIII

75 Wronsky siguió al conductor; al entrar en el coche detuvose para dejar paso a una dama que salia, y con ese tacto propio de un hombre de mundo, bastóle una mirada para reconocer que pertenecía á la alta sociedad. Después de dirigirle una palabra de atención, iba á pasar adelante, pero involuntariamente volvióse para mirar una vez más, no á causa de su hermosura, de su gracia y elegancia, sino porque la expresión de su rostro le había parecido tan dulce como carinosa.

También la dama volvió la cabeza en el mismo instante, y sus ojos garzos, sombreados por espesas cejas, lanzáronle una mirada benévola, como si aquella mujer conociese al joven; un momento después perdióse entre la multitud, buscando al parecer una persona. Por rápida que fuese una mirada, bastole á Wronsky para observar en aquella fisonomía mucha viveza, que se revelaba en la ligera sonrisa de dos frescos labios y en la expresión animada de los ojos; en toda su persona había como un exceso de juventud y de alegría que la dama hubiera querido disimular, pero que se traslucía en el fulgor de sus ojos.

Wronsky entró en el coche: su madre, una anciana con bucles de cabello blanco, de ojos negros y pequeños, le recibió con una ligera sonrisa de sus delgados labios; levantóse de su asiento, entregó á su doncella el saquito que llevaba, y presentó á su hijo su pequeña mano seca, que el joven besó con respeto.

—Recibiste mi telegrama? Supongo que todo va bien.

—¿Ha hecho usted buen viaje?—replicó el hijo sentándose á su lado, y prestando oído al mismo tiempo á una voz de mujer que hablaba junto á la puerta, pues reconoció que era la de la dama á quien encontrara antes.

—No participo de su parecer—decía la voz.

—Es un punto de vista propio de San Petersburgo, señora.

—Nada de eso. es simplemente un punto de vista de mujer —replicó la voz.

—Pues bien, permitame usted besarle la mano.