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Ana Karenine

eres justo en tu opinión sobre mi amigo: es un hombre muy nervioso, que a veces podría hacerse desagradable, pero también muy bueno.—Ayer podía tener motivos particulares para ser muy feliz ó muy desgraciado—añadió Arcadievitch con una significativa sonrisa, olvidando completamente la simpatia que le inspirara Levine la víspera, por la que sentía en aquel instante en favor de Wronsky.

Este último se detuvo, y preguntó á su vez: —¿Quieres decir que ha pedido la mano de tu cuñada?

—Podría ser muy bien—contestó Arcadievitch;—anoche me pareció así; y si se marchó temprano y de mal humor, fué sin duda porque no se atendió á su demanda. Hace tanto tiempo que está enamorado, que verdaderamente me da lástima.

ANA KARENINE — De veras! Pues yo creo que la niña podría pretender mejor partido—dijo Wronsky continuando su marcha. Por lo demás, no conozco semejante situación; pero debe ser muy penosa; por eso muchos hombres prefieren otra clase de mujeres, pues si no son admitidos, sólo pueden echar la culpa á su bolsa... ¡Ah! ya llega el tren.

En efecto, la pesada máquina se acercaba, y prodújose cierta agitación, divisándose muy pronto la locomotora, que disipaba á su paso la helada niebla. Lentamente y á compás, la biela de la gran rueda central parecía plegarse y desplegarse; el maquinista, con su abrigo cubierto de escarcha, hizo el saludo a la estación, y muy pronto apareció el furgón de los bagajes, que hizo retemblar el pavimento; detrás de él viéronse por fin los ceches de viajeros, á los cuales imprimió una ligera sacudida la súbita detención del tren.

Un conductor de buena presencia, con pretensiones á la elegancia, saltó ligeramente del coche, dando un silbido, y casi detrás de él bajaron los viajeros más impacientes: un oficial de la guardia, de aspecto marcial, un traficante afanoso y risueño, con su morral al hombro, y un campesino, provisto de su calabaza.

Wronsky, de pie, junto á Estéfano Arcadievitch, contemplaba aquel espectáculo, olvidando por completo á su madre.

Lo que acababa de saber respecto á Kitty producíale á la vez emoción y alegría; sus ojos brillaban, y enorgullecíale la idea de su triunfo.