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Ana Karenine

gún me lo prometiste?—preguntó de pronto.—No dejes de ir cuando llegue la primavera.

Levine se arrepentía ahora sinceramente de haber tratado de aquel asunto con Oblonsky; sus más intimos sentimientos resentíanse por lo que acababa de saber sobre las pretensiones rivales de un oficial de San Petersburgo, y también por los consejos y suposiciones de Estéfano Arcadievitch. Este comprendió lo que pasaba en el alma de su amigo y no pudo menos de sonreir.

—Bien quisiera ir un día ú otro—contestó;—pero ya lo veslas mujeres son el resorte que todo lo mueve en este mundo.

El caso en que me encuentro es grave, muy grave, y todo á causa de las mujeres. Dame un consejo con franqueza—añadió Arcadievitch, con el cigarro en una mano y la copa en la otra.

—¿Sobre qué te he de dar consejo?

—Voy á decírtelo: supón que eres casado, que amas á tu esposa y que te enamoras de otra mujer.

—Dispénsame—repuso Levine;—no te comprendo; eso es para mí como si al acabar de comer robase un pan al pasar por delante de una tahona.

Al oir esto, los ojos de Arcadievitch brillaron más que de costumbre.

—¿Y por qué no habías de hacerlo? El pan tierno tiene á veces tan buen gusto, que podría ser difícil resistir á la tentación.

Levine no pudo menos de sonreirse.

—Dejemos las obras á un lado—continuó Oblonsky;—imagina una mujer encantadora, modesta, cariñosa, que todo lo ha sacrificado, que es pobre y está aislada: ¿sería justo abandonarla una vez hecho el mal? Supongamos que sea necesario romper para no perturbar la vida doméstica; en este caso se ha de tener lástima, y dulcificar la separación, pensar en el porvenir.

—Ya sabes—repuso Levine—que para mí hay dos clases de mujeres, ó mejor dicho, hay mujeres y... Yo no he hallado nunca bellas arrepentidas, sino damas como esa francesa del mostrador, con sus rizos y adornos; todas ellas me repugnan, así como las que han caído en el lodo.

—¿Y qué me dices del Evangelio ?