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Ana Karenine

de segunda vista, y adivina lo que pasa en el corazón de los demás; pero prevé sobre todo el porvenir cuando se trata de matrimonios. Asi, por ejemplo, pronosticó el de la Chahawskor con Brenteln; nadie quiso creerlo, y sin embargo, se efectuó. Pues bien, mi mujer está por ti.

— Cómo lo entiendes?

—Entiendo que ella te quiere mucho, y que asegura que Kitty será tu esposa.

Al oir estas palabras, el rostro de Levine se iluminó con una sonrisa que casi rayaba en profundo enternecimiento.

—¡Ha dicho eso!—exclamó.—Siempre pensé que tu mujer era un ángel; pero ya hemos hablado bastante—añadió, levantándose de prento.

—¡Pero hombre, siéntate!—exclamó Arcadievitch.

Levine no podia permanecer quieto; dió dos ó tres vueltas por la sala con paso firme, guiñando los ojos á fin de ocultar una lágrima, y volvió á sentarse más tranquilo.

—Compréndeme bien—dijo;—no es amor lo que siento, aunque estaba enamorado; lo que me impulsa es una fuerza interior que me domina. Yo me puse en marcha en la persuasión de que semejante felicidad no podía existir, pues me parece que no tendría nada de humana; pero aunque luche contra mí mismo, comprendo que toda mi vida está en esa cuestión. Por lo tanto es preciso que esto se decida.

—Pero ¿por qué te marchaste?

—¡Ah! tú no sabes cuantos pensamientos se agolpan en mi espíritu, y cuantas cosas quisiera pedirte. Escucha; no puedes figurarte qué servicio me has prestado; soy tan feliz, que me vuelvo egoísta y todo lo olvido. Sin embargo, he sabido hoy que mi hermano Nicolás—ya sabes—se halla aquí, y no he vuelto á pensar en él. Me parece que también debe ser dichoso... Una cosa me parece terrible: que estás casado, debes comprenderla... los que somos ya viejos, y sin conocer verdaderamente el amor, hemos sido pecadores, ¿no es casi espantoso que osemos acercarnos á un sér puro é inocente?

¿No se justifica, pues, que yo me crea indigno?

—No creo que tengas mucho que echarte en cara.

—Sin embargo—repuso Levine—al repasar mi vida con disgusto, tiemblo, me maldigo y quéjome amargamente...

—¡Cómo ha de ser! El mundo es así—dijo Oblonsky.