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Ana Karenine

Arcadievitch apuró lentamente el contenido de su vaso, sin separar la vista de su amigo.

—Yo—contestó—lo desearía tanto como tú.

—Pero no te engañas? ¿Sabes de qué hablamos?—murmuró Levine, mirando ansiosamente á su interlocutor.—¿Crees verdaderamente que sea posible?

—¿Por qué no ha de serlo?

—Lo dices con toda sinceridad? ¡Vamos! Manifiéstame todo lo que piensas. Me expongo á una negativa, y estoy casi seguro de ella.

Por qué?—preguntó Arcadievitch, sonriendo al observar aquella emoción.

—Yo tengo esa idea; y sería terrible, así para mí como para ella.

—¡Oh! en todo caso, no veo nada de terrible para ella: á una joven la lisonjea siempre que pidan su mano.

—A las jóvenes en general, tal vez; pero no á ella.

Estéfano Arcadievitch sonrió: conocía muy bien los sentimientos de Levine, y no ignoraba que para él todas las jóvenes del universo podían dividirse en dos categorías: en una, figuraban las jóvenes que participan de todas las debilidades humanas y son las más comunes; y la otra, componíase de ella sola, sin la menor imperfección, y superior á todas las mujeres.

—Toma un poco de salsa—dijo Arcadievitch, conteniendo la mano de Levine, que la rechazaba.

Levine hizo humildemente lo que le decían, pero no dejó á Oblonsky comer.

—Escucha, y compréndeme bien antes, porque para mí es una cuestión de vida ó muerte. Con nadie he hablado nunca sobre el particular, ni puedo hablar tampoco de ello más que á ti. Por más que haya tanta diferencia entre tú y yo, y tengamos otras inclinaciones, viendo las cosas bajo distintos puntos de vista, sé que no por eso me quieres menos y que me comprendes: por lo mismo te aprecio yo también. En nombre del cielo, háblame con franqueza.

—No te he dicho sino lo que pienso—contestó Estéfano Arcadievitch sonriendo;—pero te diré más: mi esposa, mujer extraña—Oblonsky se detuvo un momento suspirando al recordar el caso en que se hallaba con su mujer...—tiene el dón