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Ana Karenine

no Arcadievitch con una sonrisa de satisfacción, arreglando al mismo tiempo su corbata blanca.

—Á ti no te gustan mucho las ostras—dijo Oblonsky, vaciando su copa—ó tal vez estés preocupado ¿eh?

Quería alegrar á Levine; pero éste, sin estar triste, experimentaba cierto malestar. Con lo que tenía en el alma, sentíase á disgusto en aquel sitio, por el continuo movimiento, y en la inmediación de los gabinetes donde caballeros y damas comían alegremente; todo le ofuscaba, el gas, los espejos, y hasta el camarero: temia manchar el sentimiento que llenaba su alma.

—Sí, estoy preocupado—contestó;—pero además, todo me molesta aquí. No podrías imaginarte hasta qué punto es extraño para un campesino todo esto. Es como las uñas de aquel caballero que ví en tu despacho.

—Sí, ya observé que las uñas del bueno de Grinewitch te interesaban mucho.

—No puedo remediarlo—contestó Levine;—procura comprenderme y ponte en mi lugar. Nosotros los campesinos, tratamos de tener manos buenas para trabajar; por eso nos cortamos las uñas, y muy á menudo nos remangamos para tener los brazos más libres. Aquí, por el contrario, se acostumbra dejar crecer las uñas todo lo posible; y para tener la seguridad de no poder hacer nada con las manos, se adornan los puños con una especie de platillos á guisa de botones.

Estéfano Arcadievitch sonrió agradablemente.

—Esto prueba—dijc—que no hay necesidad de trabajar con ellas, y que la cabeza es la que lo hace todo.

—Es posible: pero esto no obsta para que me parezca tan extraño, como lo que hacemos aqui. En el campo nos hartamos de alimento á fin de poder trabajar; y aquí se comer, alargar la comida todo lo posible sin comer bastante; por eso se toman ostras.

Es verdad—replicó lstéfano Arcadievitch;—pero ¿no es objeto de la civilización cambiarlo todo en goces?

— Si tal es su objeto, prefiero seguir siendo bárbaro.

—Ya lo eres un poco; todos los de vuestra familia sois salvajes.

Levine suspiró, pensando en su hermano Nicolás; oscure-