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Ana Karenine

con la salsa un poco espesa, luego rosbif, cuidando de que esté bien á punto; á esto seguirá un capón, y por último conservas.

El camarero, recordando que á Estéfano Arcadievitch no le agradaba nombrar los platos según la lista francesa, le dejó hablar; pero después, complacióse en repetir el menú según las reglas: «sopa primaveral, salmón á la Beaumarchais, pollo á la estragón, macedonia de frutos.» Dicho estoy como movido por un resorte, hizo desaparecer una lista para presentar otra, la de los vinos, que puso delante de Estéfano Arcadievitch.

— Qué beberemos?

—Lo que tú quieras, con tal que haya un poco de Champagne—contestó Levine.

—¡Cómo! ¿ desde el principio? En fin, no hay inconveniente. ¿Te gusta la marca blanca?

—Cachet blanc—dijo el camarero en francés.

—Bien, con las ostras será bastante.

—¿Qué vino de mesa serviré?

—Danos el clásico vino tinto.

—Está bien. Serviré queso?

¿ —Si, parmesano, si mi amigo no prefiere otro.

—No, me es igual—contestó Levine, que no podía menos de sonreirse.

El camarero se alejó presuroso, comunicando un rápido movimiento á los faldones de su frac, y cinco minutos después volvía con una bandeja llena de ostras en una mano y una botella en la otra.

Estéfano Arcadievitch arrugó su servilleta, se tapó el chaleco, alargó tranquilamente las manos y tomó la primera ostra.

—No son malas—dijo, separando los moluscos de su concha con un diminuto tenedor de plata, y sorbiéndolos con marcado placer...

—No son malas—repitió, fijando sucesivamente en Levine y en el camarero una mirada brillante.

Levine comió las ostras, aunque hubiera preferido pan y queso; pero no podía menos de admirar á Oblonsky. El mismo camarero, después de destapar la botella y de escanciar el espumoso vino en las finas copas de cristal, miró á Estéfa-