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Ana Karenine

Cuando al fin hubo tomado felizmente su impulso, dió un ligero golpe con el tacón de su betina y deslizóse hasta su primo Cherbatzky, cogió su brazo y envió á Levine un saludo amistoso. Jamás la había soñado éste tan encantadora.

Bastábale, sin embargo, pensar en ella para evocar vivamente el recuerdo de toda su persona, sobre todo de su linda cabeza rubia, de su infantil expresión de candor y de bondad, y de sus redondeados hombros. Aquella mezcla de gracia de niña y de hermosura de mujer tenía un encanto particular que Levine comprendía muy bien; pero lo que más le llamaba la atención era su mirada modesta, tranquila y sincera, que juntamente con su sonrisa transportábale á un mundo encantado donde todo se dulcificaba en él, con los buenos sentimientos de su primera infancia.

—¿Desde cuándo está usted aquí?—preguntó ofreciéndole la mano.—Gracias—añadió—al verle coger el pañuelo que se le había caído del manguito.

—¿Yo? He llegado hace poco, ayer, es decir hoy—contestó Levine tan conmovido que no pudo comprender bien la pregunta. Quería ir a su casa...— añadió;—y recordando al punto con qué objeto, ruborizóse y se turbó...—No sabía que usted patinase tan bien.

Kitty le miró atentamente, como para adivinar la causa de su confusión.

—Ese elogio—dijo—es precioso para mí, pues conservamos una tradición de la destreza de usted como patinador.

—Y sacudió con su pequeña mano, cubierta con guante negro, el polvo de nieve que cubría su manguito.

—Sí, en otro tiempo patinaba con pasión, pues quería llegar á ser maestro.

—Me parece que todo lo hace usted con pasión—repuso Kitty sonriendo. —¡Cuánto me agradaría verle patinar un poco! póngase usted los patines y correremos juntos.

«¡ Patinar juntos! ¡Será posible !»—pensó Levine mirando á la joven.

—Voy á ponérmelos al momento contestó.

Y corrió á buscar los patines.

—Hace mucho tiempo, caballero, que no viene usted aqui —dijo el alquilador sosteniende el pie de Levine para ajustar el patín; desde que usted no nos favorece, no hay quien