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Ana Karenine

que no vestirías ya traje europeo.—Vamos, te digo que estás en una nueva fase.

Levine se sonrojó de pronto, no como un hombre de edad madura, sin notarlo, sino como un joven timido y ridículo: este rubor infantil comunicó á su rostro, inteligente y enérgico, una expresión tan extraña, que Oblonsky dejó de mirarle.

—Pero ¿dónde nos veremos?—preguntó Levine;—necesito mucho hablar contigo.

Oblonsky reflexionó.

—Si quieres—repuso—iremos á almorzar en casa de Gourine, donde podemos hablar cuanto quieras; estoy libre hastal las tres.

—No—contestó Levine, después de meditar un momento: —debo evacuar antes una diligencia.

—Pues entonces, comeremos juntos.

—¿Comer? No tengo que decirte más que dos palabras en particular; ya comeremos otro día.

—En ese caso, di las dos palabras al punto, y ya hablaremos de la comida..

—He aquí las dos palabras—dijo Levine;—no tienen nada de particular.

Su rostro tomó una expresión maliciosa, debida sólo al esfuerzo para vencer su timidez, y preguntó: —¿Qué hacen los Cherbatzky? ¿No hay novedad?

Estéfano Arcadievitch sabía, hacía largo tiempo, que Levine estaba enamorado de su cuñada, Kitty; sonrióse, y sus ojos brillaron de alegría.

—Has dicho dos palabras—replicó: —pero no puedo contestar á ellas, porque... Dispénsame un momento.

El secretario acababa de entrar, siempre con respetuosa familiaridad, con ese sentimiento de modestia propio de todos los secretarios, que están penetrados de su superioridad en los negocios respecto á su jefe; acercóse á Oblonsky, y en forma interrogativa comenzó á explicarle una dificultad cualquiera; mas sin esperar el fin, Estéfano Arcadievitch le puso amistosamente la mano sobre el brazo.

—No, haga usted como le he indicado—dijo, dulcificando su observación con una sonrisa ;—y después de explicar brevemente cómo comprendía el asunto, rechazó los papeles, añadiendo —Ruego a usted que lo haga así, Zahar Nikitich.