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Ana Karenine

—Ya puedes ir, Tania; mas espera un momento—añadió Estéfano, acariciando la delicada mano de su hija.

Acercóse á la chimenea para coger una cajita de confites que dejara allí la víspera, y dió dos á la niña, escogiendo los que ella prefería siempre.

—¿Es para Grisha uno?—preguntó Tania.

—Sí, sí.

Y haciendo una última caricia á su hija, besóle en el cabello y el cuello y la dejó marchar.

—El coche ha llegado—dijo Matvei, entrando de pronto; y ha venido también una solicitante.

Hace mucho tiempo? — preguntó Estéfano Arcadievitch.

—Cerca de media hora.

—¿Cuántas veces habré de ordenar que se me avise inmediatamente?

—Preciso era dejarle concluir su almuerzo—replicó Matvei con tono de mal humor, aunque amistoso, que alejaba el deseo de reñir.

—Pues bien, que éntre al punto—dijo Oblonsky, frunciendo el entrecejo con enojo.

La solicitante, esposa de cierto capitán Kalinine, pedía una cosa imposible, sin sentido común; pero Estéfano Arcadievitch la invitó á sentarse, escuchóla sin interrumpirla, dijole cómo y á quién debería dirigirse, y hasta le escribió una carta, con su bonito carácter de letra, para la persona que podía ayudarla. Después de despedir á la mujer del capitán, Estéfano cogió su sombrero, y se detuvo, preguntándose si se le olvidaba alguna cosa. No había olvidado sino aquello que deseaba no tener que recordar: su mujer.

Su hermoso semblante tomó entonces una marcada expresión de descontento. «¿Deberé ir ó no?» preguntóse inclinando la cabeza. Una voz interior le decía que mejor era abstenerse, porque sólo habría falsedad y engaño si esperaba una reconciliación. ¿Cómo era posible que Dolly tuviese para él los atractivos de otro tiempo, ni que él pudiera hacerse viejo é incapaz de amar?

«Y sin embargo, preciso será llegar á esto, porque las cosas no pueden quedar así»—decíase Estéfano, esforzándose para armarse de valor. Entonces se irguió, encendió un cigarrillo,