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Ana Karenine

—¡Al fin eres túl—exclamó Ana ofreciéndole la mano.

El señor de Karenine la besó y sentóse junto a su esposa.

—¿Ha sido útil tu viaje?—la preguntó.

—En un todo—contestó Ana.

Y comenzó a referir los detalles; su marcha con la anciana condesa, su llegada, el accidente del camino de hierro, y la compasión que la habían inspirado su hermano y Dolly.

—No admito que se pueda dispensar á un hombre semejante, aunque sea tu hermano—dijo severamente Alexandrovitch.

Ana sonrió, reconociendo que tenía empeño en probar con este rigor que ni aun las relaciones de parentesco podían influir en la rectitud de sus juicios: era un rasgo de carácter que Ana apreciaba en su esposo.

—Me alegro mucho—continuó éste—que todo haya terminado bien, permitiéndote volver pronto. ¿Y qué se dice allá de la nueva medida adoptada por mí en el consejo?

Ana no había oído decir cosa alguna sobre el particular, y se avergonzó un poco por haber olvidado una cosa tan importante para su esposo.

—Aquí ha hecho mucho ruido—continuó Alexandrovitch, sonriendo con satisfacción.

Ana comprendió que su esposo tenía detalles lisonjeros, y con sus preguntas indújole á que hablase de las felicitaciones recibidas.

— He quedado muy contento—dijo—porque esto prueba que al fin se comienza á tener entre nosotros opiniones razonables y juiciosas.

Cuando hubo tomado su té con ieche y pan, Alexandrovitch se levantó para pasar á su despacho.

—¿Con que no has querido salir esta noche?—preguntó á su esposa;—te habrás aburrido.

—Nada de eso—contestó Ana levantándose para acompanarle; ¿y qué lees ahora tú?

—La Poesia de los infiernos, del duque de Lille, un libro muy notable.

Ana se sonrió como se sonríe al comprender las debilidades de aquellos a quienes se ama, y enlazando con su brazo el de su esposo, siguióle hasta la puerta de su gabinete. Conocía que su costumbre de leer por la noche era para él una