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Ana Karenine

—¿Pues qué ocurre ?—preguntó Ana, sonriendo involuntariamente.

—Comienzo á cansarme de luchar en vano por la verdad.

La obra de nuestras hermanitas (tratábase de una institución filantrópica y patrióticamente religiosa) marchaba perfectamente; pero nada se puede hacer con esos señores, pues se han apoderado de la idea para desfigurarla en absoluto, y ahora la juzgan de una manera misera y pobre. Dos ó tres personas, entre las cuales figura el esposo de usted, son las únicas que comprenden esa obra; las demás no hacen otra cosa sino desacreditarla. Ayer mismo, Pravdine me escribió...

La condesa refirió lo que contenía la carta del personaje, célebre panslavista que residía en el extranjero, hablando después de los numerosos lazos que se habian tendido á la obra de la Unión de las Iglesias. Extendióse también sobre los disgustos que con este motivo sufría; y por último, retiróse apresuradamente, pues érale preciso asistir aquel mismo día, según dijo, á una reunión del Comité eslavo.

Después de la condesa Lidia presentóse otra amiga de Ana, esposa de un alto funcionario, que le dió cuenta de las noticias de la ciudad. Ana se quedó luego sola, pues el señor de Karenine estaba en el ministerio. El tiempo que precedía á la hora de comer consagrólo á presidir la mesa de su hijo, pues siempre se le servia aparte, y á poner orden en sus asuntos y en su correspondencia atrasada.

La turbación y el sentimiento de vergüenza que tanto la habían disgustado durante el camino, desvanecíanse ahora en las condiciones ordinarias de su vida; recobraba la calma y la tranquilidad, y admirábase del estado de su espiritu durante la víspera. ¿Qué había ocurrido que fuera grave? Wronsky había dicho una locura, á la que no debería dar importancia, y por lo mismo, juzgaba inútil hablar de ello al señor de Karenine, tanto más cuanto que éste le había dicho que toda mujer de mundo debía esperar incidentes de este género; pero que su confianza en ella era demasiado absoluta para que pudiera abrigar una pasión de celos humillante.

«Más vale callarse, pensó Ana; y además, á Dios gracias, nada tengo que decir.»