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Ana Karenine

XXXII

127 La primera persona que Ana vió al entrar en su casa fué su hijo, que se precipitó por la escalera, a pesar de su aya, gritando con la mayor alegría: «¡ Mamá, mamá!» ¡Bien te decía que era mamá!—dijo á su aya;—ya sabía yo que era ella.

El hijo, así como el padre, produjo en Ana una especie de desencanto; representábaselo mejor de lo que en realidad era, y sin embargo, á cualquiera le habría parecido hermoso, con su cabello rizado, sus ojos azules y sus graciosas formas.

No obstante, Ana experimentó un bienestar casi fisico al recibir sus caricias, y cierta calma al ver la tierna expresión de sus ojos y su seductora gracia; escuchó sus preguntas infantiles, colocando sobre la mesa los regalitos que le enviaban los hijos de Dolly, y díjole que en Mosccu había una niña llamada Tania, que sabia ya leer, y hasta enseñaba á los otros niños.

—No soy yo tan hermoso como ella?—preguntó Sergio.

—Para mí no hay otro como tú en el mundo.

—Ya lo sé—repuso el niño sonriendo.

Apenas hubo almorzado Ana, anunciaron a la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer alta, de cutis amarillento y aspecto enfermizo, pero que tenía magníficos ojos negros. Ana la quería mucho, mas aquel día llamáronle la atención sus defectos por primera vez.

—Veamos, amiga mía, ¿ha traído usted la rama de olivo?preguntó la condesa al entrar.

—Sí, ya está arreglado todo; pero la cosa no era tan grave como pensábamos; mi cuñada es un poco viva de genio al adoptar sus resoluciones.

La condesa Lidia, que tenía la costumbre de interesarse en todo cuanto no la importaba, solía no prestar la menor atención á lo que podia preocuparla, y así es que interrumpió á su amiga para decir: —Sí, hay muchos males y tristezas en este mundo, y hoy día me siento muy agobiada.