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Ana Karenine

—Si, necesito respirar; aquí hace mucho calor.

Y abrió la portezuela.

La nieve y el viento le cerraron el paso, lo cual le pareció extraño; pero sujetándose el vestido con una mano, y cogiéndose con la otra á un poste, bajó al andén.

Una vez preservada por los coches, serenóse un poco, y con verdadero placer aspiró el aire frío de aquella noche tempestuosa. De pie junto al tren, miró á su alrededor el suelo cubierto de nieve y la estación brillante de luces.

XXX

El viento soplaba con fuerza, introduciéndose entre las ruedas; formaba torbellinos alrededor postes, y cubria de nieve el tren y los viajeros. Algunas personas corrían acá y allá abriendo y cerrando las grandes puertas de la estación y conversando alegremente. Una sombra rozó el vestido de Ana, y ésta oyó el ruido de un martillo sobre el hierro.

"¡Que se envíe el telegrama l—gritaba una voz irritada al otro lado de la vía.—Por aquí, al número 28—vociferaban en otra parte.» Dos caballeros, con el cigarrillo en la boca, pasaron en aquel instante por delante de Ana; ésta se disponía á subir de nuevo al coche después de respirar con fuerza, como para hacer provisión de aire fresco, y sacaba ya la mano de su manguito, cuando la luz vacilante del reverbero quedó interceptada por un hombre que, cubierto de un paletó de militar, se acercó á ella: era Wronsky, á quien reconoció al punto.

El joven saludó, llevando la mano á la visera de su gorra, y preguntó respetuosamente á la viajera si podría serle útil en algo. Ana le miró, sin poder contestarle al pronto; y aunque Wronsky estaba en la sombra, creyó observar en sus ojos la expresión de entusiasmo que tanto llamara su atención la víspera. Muchas veces, la dama se había repetido que Wronsky no era para ella sino uno de esos jóvenes como los que se encuentran á centenares en el mundo, y en el cual no se permitiría pensar; pero al reconocerle en aquel momento, expe-